¡QUÉ VERDE ERA MI VALLE!
La revolución industrial es el cambio en la producción y consumo de bienes por la utilización de instrumentos hábiles, cuyo movimiento exige la aplicación de la energía de la naturaleza. Hasta finales del siglo XVIII el hombre sólo había utilizado herramientas, instrumentos inertes cuya eficacia depende por completo de la fuerza y la habilidad del sujeto que los maneja. El motor ap arece cuando se consigue transformar la energía de la naturaleza en movimiento. La unión de un instrumento hábil y un motor señala la aparición de la máquina, el agente que ha causado el mayor cambio en las condiciones de vida de la humanidad. Esto es más o menos una reseña enciclopédica del caso que me ocupa en este artículo. Pero paso a desarrollarlo un poco más (poco, que si no cansa), fuera del encorsetamiento académico.
Un valle fértil y hermoso se transforma paulatinamente en una zona gris y ennegrecida cuando prosperan las minas de carbón. Es la época de la nueva sociedad industrial y el carbón se convierte en una materia prima de enorme importancia. El precio del desarrollo y de la consolidación de la «revolución industrial» pasará por el empobrecimiento de estas tierras y de sus gentes, convertidas a un régimen semiesclavista de obrero de la mina. Ese valle estaba en Gales, Bélgica, norte de Francia, Alemania, hasta en el norte de España... y representa el cambio espectacular de una sociedad prácticamente estancada en usos de subsistencia a una sociedad productiva de la que se beneficiaba la nueva burguesía, acaparadora y rapaz, que había sustituido en gran parte a la vieja y rancia nobleza en el papel dirigente y dominante de los pueblos europeos, en unos más que en otros. Y abajo los de siempre: muchos campesinos se habían transformado en mineros y obreros manufactureros, llamados y atraídos por el gran capital que abría y abría fábricas en las ciudades y necesitaba perentoriamente mano de obra barata. ¿Y de quién tiraba? Si la población de las ciudades no era suficiente, del mísero campesino que apenas tenía para comer. Efectivamente, la Revolución industrial, que mejoró ligeramente el modus vivendi del campesinado. Ahora comían, bebían cerveza al final de la dura jornada, cobraban un mísero sueldo y curraban todas las horas del día.
La película alegórica "¡Qué verde era mi valle!", del maestro John F ord, explica la explotación sistemática a la que eran sometida buena parte de la población urbana, y por ende la rural. En su película, Ford,
en una bellísima alegoría, nos presenta el verdor del valle como reflejo del amor sincero y de la unión familiar de entonces, frente a la negrura del carbón, imagen de la pobreza interior que el director vislumbra en una sociedad que va diluyendo sus valores primigenios en la búsqueda del bienestar material y la riqueza, que va acabando poco a poco con los valores interiores y más profundos, supuestamente arraigados en las mentes de la gente de entonces. Desde el siglo XIX el género humano ha ido cayendo en picado en su moralidad, cayando en la más abyecta actividad consumista que vieron los tiempos, aunque ahora estemos incluso de capa caída en lo material (escribo esto en febero de 2012), inmersos como estamos, sobre todo España en una inmisericorde crisis que según algún dirigente lumbrera, no era más que una ligera desaceleración en 2008. ¡Qué visión política!. Una actividad consumista de la que tomado el relevo los países emergentes que han dicho "Esta es la nuestra". Occidente y Japón ya han chupado mucho del bote. Ahora los latinoamericanos, rusos, chinos e indios se han hecho con las riendas. Y entre todos contaminan (contaminamos) como nunca se ha hecho, y entre todos acaban (o acabamos) sin compasión con los limitados recursos de una Tierra que parece estar a punto de decir ¡Basta ya!. Qué verde era mi valle...
Otra de las películas que ambientan el grotesco cambio de un sistema deleznable, el Antiguo Régimen a otro no menos repulsivo, la Sociedad Industrial, es la francesa "Germinal", basada en la obra homónima de Emile Zola, e interpretada por el icono francés Gerard Depardieu.
Ambientada en una localidad minera francesa decimonónica, recrea las duras condiciones de trabajo en la minas de ca rbón y la toma de conciencia de los trabajadores (con personaje anarquista incluido azuzando y achuchando lo suyo a los paisanos, pero a un nivel demasiado individual y violento) , que desemboca en una gran huelga. No falta la típica historia de amor y un final trágico, con los soldados reprimiendo la revuelta y disparando a mansalva sobre el pueblo indefenso.
"Los camaradas", de Mario Monicelli (Italia-Francia-Yugoslavia, 1963) es una interesante simbiosis entre "La Huelga" de Eisenstein y "Germinal" de Émile Zola que retrata las condiciones de vida y trabajo de los obreros de la industria textil en Turín a finales del siglo XIX, donde los trabajadores de una fábrica inician una huelga para reducir la jornada laboral de 14 a 13 horas. Tantas décadas de lucha obrera por conseguir derechos para que ahora una feroz crisis, no no engañemos, montada por las oligarquías financieras y políticas mundiales, nos menoscaben el Estado del Bienestar tan duramente adquirido. Que para eso han pergeñado en algún habitáculo oscuro los prohombres del planeta el descenso de derechos ciudadanos y laborales de la sufrida mayoría.
La insalubridad e injusticias de las primeras ciudades industriales inspiraron a románticos y trascendentalistas, como el
escritor y filósofo Henry David Thoreau y su amigo Ralph Waldo Emerson, a retornar a la inocencia pre-industrial, tomando como idílica la vida campestre, cuando vemos que eso no es cierto. Pero sí que son válidos estudios que han dado la razón a los románticos. Un trabajo publicado en Nature, por ejemplo, recopila evidencias de que una vida en la ciudad, al margen de las tareas del campo y la contemplación de espacios naturales, causa mayor pesar.
Otros estudios se hacen eco de que los urbanitas, por el mero hecho de serlo, tienen mayor riesgo de padecer trastornos de ansiedad y trastornos del estado de ánimo que sus convecinos campestres.
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